Don Heriberto y su Imposible Poemario
Sin haber sido un mago del poema bien escrito, ni menos un escritor que buscara la simple originalidad, a mediados de la década de los ochenta, Heriberto Ceballos Blanco pareciera haber enfrentado lo que llaman la nueva sintonía del hombre con la materialidad. Aquel motor de la óptica de gran parte de la literatura de Chimbarongo propone transformarse en un magma que supera el territorio abarcado por Vallejo o Girondo y no sólo queriendo derrumbar la estabilidad del nuevo reino lector, sino que, además, destruyendo los cimientos conceptuales de esa realidad, ya fuera textual o extratextual, suya o ajena.
Tanto en el descarnado tráfago de ubicar al fluido en la materialidad de los engendros, como en transformarse en el odre de transmisión de la luz del preadolescente, el año de 1986 fue, sin lugar a dudas, el punto de inflexión de un tipo de escritura poética legislada tácitamente, ceñida al rigor de la fantasía y la verosimilitud de los ciudadanos de Chimbarongo, al punto de perderse en esa dialéctica, sin considerar la simbiótica relación de la acción y el modo de representación (teatralización, diría yo) de la mirada a los canastos. Ese año el fluido le habló al engendro para recordarle la libertad de abrasar cualquier cosa que cayera en su ámbito, así como la responsabilidad de hacerlo. Nada debe escapar a la materia, como todo debe escapar al limo. Por esto, el imposible poemario, fue en sus últimos años una búsqueda que los jurados llamaron “esquizofrenia”, “adicción” y “locura”.
Exceso de bilis negra y autoreferencia, son otros nombres para el humor con que la seriedad de su peregrinaje, socavó tóxicamente el concepto de materia, la decencia, la moral y la esterilidad que daba el regido comercio del necesario entendimiento: La lectura es la compra de una experiencia vacía a la que llamamos talento o esfuerzo. Por el contrario, desde el hablar afrancesado y su pléyade de poseros, fanáticos y boquiabiertos, el Sumo, traslada el fenómeno de la esperanza moderna en la manufactura de los canastos del pueblo, al simulacro de la presencia, pues el engendro se le presentó para salvar a su Hijo, pero no a la literatura del mercado cotidiano, ni de la novedad de su apuesta.
Transpiradas, ornamentales, lentas pero con mucho opitimismo rural, los poemas de la última generación (esperamos no lo sea) que incluyó a este "trabajador en bicicleta" y al Imposible Poemario, como le llamaron los amigos en su etapa final, se constelan como el eje de una escritura particular, superándose en la atracción indiscriminada de entidades generales como las de sus cadenas sueltas. Las entidades asoman el éxodo al que están condenadas y parecen estar siempre despidiéndose. Mas en el proceso de revisar y revisarse hasta la destrucción, la escritura, en vez de diferir de lo otro y de sí, se junta hasta volverse más densa que la letra, hasta ser más oscura que la noche de ratas fumando pitos. Y es ese momento, cuando la pretensión de alcanzar la otra costa sopesa el mareo de un barco cambiando su forma, cuando el abismo se cuela por el ojo (otro abismo), cuando la ebriedad del sueño despierta el terror de la muerte, y cuando caemos en cuenta de que esa piedra pome que nos hace tropezar al ir flotando por reflexiones en la calle de tierra, nos ha devuelto el sentido de un más allá de referencias y poemas remotos, el que Heriberto toma para plantear la presencia del origen del universo bajo nuestros pies, desviando la línea que queremos y creemos seguir para encontrar un final.
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