actoribus
Y así empezó a girar la rueda de los actores, la rueda que atraganta su garganta en el amor a las tablas. El escenario como un reino de vida, el estado en que el rostro se contorsiona por segunda vez para ser más ridículos y cerrar los ojos opacos con un imperceptible peo musgoso. Centrándose en su eje, a imitación de los síndromes de Dawn que acompañan a las madres del brazo, o con las ojos cristalinos —símbolos de la vanidad atiborrada de vergüenza— rabiosamente tiernos, el actor dando unas vueltas en falso como en una edad anterior a la invención de la inteligencia; en el sentido de lo estéril y en su rubor.
Por un momento reinó la confusión en los actores. Y yo mordí largamente en el cuello a mi vergüenza AJENA, en un abrir y cerrar del ojo del que todo lo ve, como en una edad anterior a las manitas del actor maduro con cara de estupido mirándonos los ojos
pues simulaban luchar contra la creencia de que esto hacíamos; creencia rayana en la fe como el juego en la podredumbre humana y los hechos se aventuraban apenas a respaldarlos con sus mejillas rojas.
Dejamos de girar por el suelo, el actor Ángel vencedor de lo auténtico, mi actriz favorita; yo de Al Pacino y su definición de poesía inefable (con el chasquido de los dedos en media luna "esto es la poesía", envueltas sus crestas
en un capullo de negación que los hacía disfrutarse —olor a Corleone en la pelusa de un grito inesperado—.
Esas eran las muestras de sus weapons de la victoria y las suyas con soriasis en las manos y mirárselas como Cristo antes de caminar sobre las aguas y el chapotear del miedoso Pedro confundiéndose unas con otras a modo de nidos como ruido en el silencio, de celdas como turgencia de senos blancos, de abrazos como niños en los casamientos de esos padres y en las manos con sarna de los perros del vagabundo en la escena.
Dejamos de hacer coreografías como las de Walken, o las del imitador farsario cuyo título es Don Ángel, con una rara sensación de vergüenza, sin conseguir formularse otro reproche que el de haber postulado a un éxito tan vergonzoso.
La rueda de los actores daba ya unas vueltas perfectas, como en la época de su aparición en los ojos inocentes, como en su edad de madera recién carpintereada
con un ruido de canto de mujeres medievales; el tiempo volaba en la buena dirección del mejor director para las tablas y nos cagábamos de hambre encima de su rostro. Se lo podía oír avanzar hacia nosotros para dirigir con su batuta de hombre homosexual que trabaja los días viernes en una florería, y formar el mejor adorno para el ramo, mucho más rápido que el reloj de su pololo sentado en la mesa de un color marítimo, cuyo tic-tac se enardecía por romper tanto silencio.
El escenario lloraba como para arrollarnos con el gemido de la negra Esther hacia esas aguas espumosas en su boca, más rápidas en la proximidad del ataúd de Andrés Pérez, con alas de gorriones —símbolo de las salvajes penetraciones en su culo— con todo él por único objeto desbordante y manchando y la vida —símbolo del actuar invisible— se adelantaba a pasar tempestuosamente haciendo girar la rueda de los actores a velocidad acelerada, como en una molienda de travesura, sardónica.
Yo solté a mi cuello mordido y caí de rodillas, como si hubiera envejecido de golpe, presa de dulce, de empalagoso pánico como si hubiera conocido, más allá del amor en la flor de su sangre, la crueldad del corazón en el fruto del actuar, la corrupción del fruto y luego... la verdad transpirada, afiebrada y quizás olfativa.
¿Qué será de los hombres que fuimos? Alguien se precipitó a encender a los que dialogan, más rápido que el pensamiento de las personas que se saben actores.
Se nos buscaba ya en el interior del escenario, en las inmediaciones del cuerpo: el teatro oscuro como el claro de un niño.
Pero siempre hubo tiempo para ganárselo a los sempiternos cazadores de fama. Cuando ellos entraron al comedor, allí estábamos los ángeles sentados a la mesa
ojeando nuestros guiones ilustrados —los hombres a un extremo, las mujeres al otro—
en un orden perfecto, anterior a ese "amor".
En el contrasentido de las manecillas del reloj se desatascó la rueda de los actores antes de girar y ni siquiera nosotros pudimos encontrarnos a la vuelta de la vida, cuando entramos en el tiempo de las conversas como en aguas enfáticas, serenamente veloces; en ellas nos dispersamos para siempre, al igual que los restos de un mismo diálogo a tu mejor amigo.
Pero una parte de mí no ha girado al compás de la rueda de los actores, a favor de la corriente de un silencio conmigo.
Nada es bastante real para un pensamiento sin habla. Soy en parte ese niño que cae de rodillas; dulcemente abrumado de traumas negros. Y no he cumplido aún toda mi edad teatral, ni llegaré a cumplirla como él; de una sola vez y para siempre.
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