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Location: Metropolitana, Chile

Nacido en 1984, Leonardo Murillo ha dedicado su vida a respirar el aire que emanan los objetos construidos por el hombre. Sus primeros cinco años los vivió cuestionándose las razones que tenían las tias del jardín para pegar cachetadas a quien no se durmiera en las colchonetas. Luego vendría el colegio, la educación básica en donde Jessica Arriet Ojeda, la profesora jefe, lo martirizaría en base a retos y humillaciones frente a sus compañeros. De quinto a octavo frecuentó la marihuana, el crack y la pobreza de una escuela municipal cerca de su casa. En el 2002 completó sus estudios secundarios para abocarse ha seguir respirando el aire que emanan los objetos construidos por el hombre. Administra y es uno de los fundadores del sitio y editorial www.poetica.cl. Fanático del ajedrez y la poesía, Leonardo Murillo come todos los días pan con algo pal pan y té, sentado en la cama a una distancia de treinta y siete centimetros entre él y su televisor.

Thursday, December 29, 2005

Conde de Lautreamont

Allí tenéis a la loca que pasa bailando, mientras rememora vagamente algo. Los niños la persiguen a pedradas como si fuera un mirlo. Enarbola un palo, y hace ademán de correrlos; luego prosigue su camino. Ha perdido un zapato en el trayecto, pero no lo nota. Largas patas de araña recorren su nuca: son tan sólo sus cabellos. Su rostro ha dejado de parecerse a un rostro humano, y lanza carcajadas como la hiena. Se le escapan jirones de frases, en las que, por más que se las hilvane, muy pocos encontrarían un significado claro. Su vestido, con agujeros en más de un sitio, está animado de violentas sacudidas en torno de sus piernas huesudas y embarradas. Ella marcha hacia adelante como la hoja del álamo, viéndose arrastrada, ella, su juventud, sus ilusiones y su felicidad pasada que vuelve a ver a través de las brumas de una inteligencia destruida, por el torbellino de las facultades inconscientes. Ha perdido su encanto y su belleza primeros; su andar es grosero y su aliento hiede a aguardiente. Si los hombres fueran felices en esta Tierra, entonces sería la ocasión para asombrarse. La loca no hace ningún reproche, es demasiado altiva para quejarse, y morirá sin haber revelado su secreto a los que se interesan por ella, pero a quienes ha prohibido que le dirijan la palabra. Los niños la persiguen a pedradas como si fuera un mirlo. Se le acaba de caer del seno un rollo de papel. Un desconocido lo recoge, se encierra en su casa toda la noche y lee el manuscrito que contiene lo que sigue: “Después de muchos años de esterilidad, la Providencia me envió una hija. Durante tres días estuve arrodillada en las iglesias, y no cesé de agradecer al gran nombre de Aquel que finalmente había atendido mis súplicas. Alimenté con mi propia leche a la que era más que mi vida, y que yo veía crecer rápidamente, dotada de cualidades del alma y del cuerpo. Ella me decía: ‘Quisiera tener una hermanita para divertirme con ella; ruega al buen Dios que me envíe una, y, como recompensa, tejeré para él una guirnalda de violetas, mentas y geranios.’ Por única respuesta la levanté hasta mi pecho y la besé con amor. Ella había aprendido ya a interesarse por los animales y me pedía que le explicara por qué la golondrina se conforma con rozar con el ala las cabañas humanas sin atreverse a entrar. Pero yo, colocando un dedo sobre mis labios, le daba a entender que había que guardar silencio sobre esa grave cuestión, cuyos fundamentos no quería hacerle comprender todavía, a fin de no herir con una impresión excesiva su imaginación infantil, y me apresuraba a desviar la conversación de ese asunto, penoso de tratar para todo ser perteneciente a la raza que ha impuesto una dominación injusta sobre los demás seres de la creación. Cuando ella me hablaba de las tumbas del cementerio, diciéndome que en ese ambiente se respiraban los agradables perfumes de los cipreses y de las siemprevivas, me cuidaba de contradecirla, pero le decía que era la ciudad de los pájaros; que allí cantaban desde el alba hasta el crepúsculo vespertino, y que las tumbas eran sus nidos donde reposaban de noche con sus familias, levantando las losas. Todos los lindos vestidos que llevaba, los había cosido yo, así como los encajes de mil arabescos que le reservaba para los domingos. En invierno, tenía su lugar propio alrededor de la gran chimenea, pues ella se consideraba una persona seria, y, en el verano, el prado reconocía la suave presión de sus pasos, cuando se aventuraba, con su redecilla de seda atada al extremo de un junco, detrás de los colibríes, plenos de independencia, y de las mariposas, con su zigzag irritante. ‘Qué haces, pequeña vagabunda, mientras la sopa te espera hace una hora con la cuchara impaciente?’ Pero ella exclamaba, saltando a mi cuello, que no se volvería a repetir. Al día siguiente se escapaba de nuevo a través de los rayos del sol y el revoloteo de los insectos efímeros; conocía sólo la prismática copa de la vida, todavía no la hiel, feliz de ser más grande que el abejaruco; se burlaba de la curruca que no canta tan bien como el ruiseñor; le sacaba la lengua con disimulo al antipático cuervo, que la miraba paternalmente; y era graciosa como un gatito. Yo no habría de gozar mucho tiempo de su presencia; estaba por llegar la hora en que debía, de modo inesperado, despedirse de los encantos de la vida, abandonando para siempre la compañía de las tórtolas, de las gallinetas, de los verderones, la charla del tulipán y de la anémona, los consejos de la hierba del pantano, el espíritu mordaz de las ranas, y la frescura de los arroyos. Me contaron lo que había sucedido, pues yo no estuve presente en el acontecimiento que determinó la muerte de mi hija. Si lo hubiera estado, habría defendido a aquél ángel a costa de mi sangre…Maldoror pasaba con su bull-dog; ve a una chiquilla que duerme a la sombra de un plátano; la confunde al principio con una rosa. No podría decirse qué fue lo que primero surgió en su espíritu, si la visión de aquella niña o la resolución que tomó al verla. Se desnuda rápidamente, como un hombre que sabe lo que quiere. Desnudo como una piedra se arroja sobre el cuerpo de la niña y le levanta el vestido para cometer un atentado al pudor…¡a la claridad del sol! ¡No tendrá reparo alguno, vamos!... No ha que insistir sobre este acto impuro. Con el espíritu disconforme, se vuelve precipitadamente, lanza una mirada cauta al camino polvoriento, por donde nadie transita, y ordena al bulldog que estrangule con la presión de sus quijadas a la niña sangrante. Indica al perro de la montaña el sitio por donde respira y grita la víctima sufriente, y se hace a un lado para no ser testigo de la penetración de los puntiagudos dientes en las venas rosadas. El cumplimiento de esta orden pudo parecer severo al bull-dog. Creyó que le exigían lo que ya se había realizado, y se limitó, ese lobo de hocico monstruoso, a violar a su vez la virginidad de la niña delicada. Desde su vientre desgarrado , la sangre corre de nuevo a lo largo de las piernas por el prado. Sus lamentos se unen a los quejidos del animal. La joven le presenta la cruz de oro que adorna su cuello para que se aparte; ella no se había atrevido a ponerla ante los ojos salvajes de aquel que en primer término había ideado aprovecharse de la debilidad de sus pocos años. Pero el perro no ignoraba que, si desobedecía a su dueño, un cuchillo sacado de debajo de la manga le abriría súbitamente las entrañas sin decir agua va. Maldoror (¡cuán repugnante resulta pronunciar este nombre!) oía los lamentos agónicos, asombrado de la resistencia de la víctima, que ya daba por muerta. Se acerca al altar de inmolación y comprueba la conducta de su bull-dog, que entregado a los bajos instintos levantaba la cabeza por encima de la niña, como un náufrago eleva la suya por encima de las olas encolerizadas. Le da un puntapié y le revienta un ojo. El bull-dog, irritado, huye a campo traviesa, arrastrando tras sí durante un trecho que siempre resulta demasiado largo, por corto que fuere, el cuerpo de la niña suspendida, que sólo se desprende gracias a las sacudidas irregulares de la fuga; pero teme atacar a su amo, que no volverá a verlo. Este saca de su bolsillo un cortaplumas americano, compuesto de diez o doce hojas que sirven para diversos usos. Abre las patas angulosas de esa hidra de acero, y armado de semejante escalpelo, viendo que el césped no había todavía desaparecido bajo el color de tanta sangre vertida, se apresta sin palidecer a hurgar animosamente la vagina de la desventurada niña. De aquel orificio ampliado retira sucesivamente los órganos internos; los intestinos, los pulmones, el hígado, y, finalmente, el corazón mismo, son arrancados de sus pedículos y llevados a la claridad del día a través de la espantosa abertura. El sacrificador comprueba que la niña, pollo vaciado, ha muerto hace rato, y pone fin a la perseverancia creciente de sus estragos, dejando reposar al cadáver a la sombra de un plátano. El cortaplumas abandonado fue recogido unos pasos más allá. Un pastor, testigo del crimen, cuyo autor no fue descubierto, hizo el relato sólo mucho tiempo después, cuando estuvo seguro de que el criminal había alcanzado libremente la frontera, y de que ya no tenía que temer la indefectible venganza lanzada contra él en caso de delación. Sentí lástima por el insensato que había cometido esa perversidad, no prevista por el legislador, y que no tenía precedentes. Sentí lástima porque es probable que hubiera perdido la razón cuando manejó el puñal de hoja cuatro veces triple removiendo de arriba abajo las paredes de la vísceras. Sentí lástima porque si no era un loco, su conducta vergonzosa debía cobijar un odio inmenso contra sus semejantes, para ensañarse de ese modo con las carnes y las arterias de la inofensiva niña que fue mi hija. Asistí al entierro de esos residuos humanos con muda resignación, y todos los días voy a rezar junto a una tumba.” Al concluir esta lectura, el desconocido no puede conservar sus fuerzas y se desvanece. Al recobrar el sentido quema el manuscrito. Había olvidado ese recuerdo de su juventud (la rutina embota la memoria), y después de veinte años de ausencia, volvía a aquel país fatal. ¡Ya no comprará bull-dogs!...¡No charlará con los pastores!...¡No se acostará a dormir a la sombra de los plátanos!... Los niños la persiguen a pedradas como si fuera un mirlo.

Extracto de “Los cantos de Maldoror”.
El conde de Lautreamont.

1 Comments:

Blogger Leonardo Murillo said...

http://lagrancapital.blogspot.com/

6:52 PM  

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