En las mañanas me despierto como un exorcismo
Los cabros de la población me dicen "pastel". Sé que algún día me asestarán la puñalada que al parecer merezco por los muchos años en que dejé de juntarme. Ellos me dicen "pastel", y yo camino por las veredas en las que bebían sus cervezas. Allí se hallaban posados los escupitajos de sus conversas nocturnas en las esquinas. No teniendo nada que hacer. Viviendo la vida como las estalactitas formadas por la herrumbre. Algún día me matarán los cabros, y de eso estoy seguro.
En estas mañanas tengo que tomar la micro. Mantengo el silencio de mi cuerpo manoseado por el viento mientras espero la luz del número de mi micro. La seistreintaysiete acostumbra a demorar su recorrido. Y yo miro el horizonte de la corriente caudalosa de vehículos. Y pensar que soy un peatón que espera la micro junto a muchos chilenos amigos. Y pensar que el fuelle de mi alma llora ser la partícula subatómica en este abismo.
Yo espero la micro. Soy un niño.
Me subo a la micro sabiendo que puede ser esta la ciento sesenta y tres ava vez que me subo a una micro. La ciento sesenta y tres ava vez en que miro al chofer con mueca de cómplice. El cómplice que cancela el pasaje por ciento sesenta y tres ava vez con cara de molino. El palitroque dando las gracias al boleto recibido desde manos curtidas por la palabra melancolía.
Camino por el pasillo. Soy un niño.
Me siento de lado a la ventana. Desde aquí se ven las esferas sociales de los hombres. Ellos son hombres: seres con los cuales comparto el género, de carne y hueso, que respiran igual que yo. Quizá haya alguno que sea yo. Quizá ése que está en la otra micro. Ese que está en la otra micro soy yo.
En esta micro me olvido de quien soy por segundos. Me traslado a fauces de existencia que rayan en la locura. A pesar de la angustia de saberse olvidado como verso, este que piensa soy yo.
Y suceden los acontecimientos propios de las micros de Chile. Mi vehículo andante con el cual comulgo la vida, se da cuenta que es hora de bajarse. De bajarse por ciento sesenta y tres ava vez. De apretar el timbre de la puerta trasera por ciento sesenta y tres ava vez. De llorar la monotonía de la micro partiendo y el vacío por ciento sesenta y tres ava vez. De ser un la esencia fresca del lamento por ciento sesenta y tres ava vez. De morir al levantar el dedo una vez más.
Leonardo Murillo
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