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Location: Metropolitana, Chile

Nacido en 1984, Leonardo Murillo ha dedicado su vida a respirar el aire que emanan los objetos construidos por el hombre. Sus primeros cinco años los vivió cuestionándose las razones que tenían las tias del jardín para pegar cachetadas a quien no se durmiera en las colchonetas. Luego vendría el colegio, la educación básica en donde Jessica Arriet Ojeda, la profesora jefe, lo martirizaría en base a retos y humillaciones frente a sus compañeros. De quinto a octavo frecuentó la marihuana, el crack y la pobreza de una escuela municipal cerca de su casa. En el 2002 completó sus estudios secundarios para abocarse ha seguir respirando el aire que emanan los objetos construidos por el hombre. Administra y es uno de los fundadores del sitio y editorial www.poetica.cl. Fanático del ajedrez y la poesía, Leonardo Murillo come todos los días pan con algo pal pan y té, sentado en la cama a una distancia de treinta y siete centimetros entre él y su televisor.

Sunday, August 28, 2005

TRES

TRES
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Por la vereda ovoidal hallábase un gato enroscado en sí mismo, como esos típicos gatos enroscados en sí mismo. Era negro al igual que la fila de hormigas que subía por equis parte de su anatomía, negro como las moscas que levitaban tal cuervos ante el agónico león que no sobrevivió al sistema, al verlo estático pensé: ese gato está muerto. Para cerciorarme tomé una piedrecilla que botaba estaba el igual que mis concepciones valóricas de respeto a los animales fallecidos y se la lancé. Tamaña fue mi sorpresa al percatarme que el gato respondió, con un movimiento espasmódico, mi pedido de ilusión infantil. El gato negro vivía. Mas su hocico erupcionado me impactaba. Él era un gato a punto de estirar la pata, y yo era un impertinente por molestar el trance histórico de un ser que se aburrió de vivir. Allí, ensimismado en mis lágrimas, me acordé de una canción de alphaville, big in japan, y me fui triste tarareandola. Tarareandola como la melodía que el gato debía estar pidiendo al eterno para así morir luego, big in japan para descansar el lastre de ser hombre condenado por la erupción santa de beldades que existen en las tragedias reales, ese gato enroscado en sí mismo, la vida enroscada en sí misma para morir luego, para morir luego como los enfermos terminales sidosos que claman la presencia de sus familiares desfigurados, la cara familiar desfigurada gritando: ¡vengan! ¡visítenme! ¡quiero ver a mis hijos por el amor de Dios! La vida del vendedor de helados robando billeteras de estudiantes universitarios, el tráfico de drogas en una población cristiana, esas eran las muertes venideras de los autómatas escribientes en boletas de micro. Fritz acércate, mira que debes comer tu pedazo de completo de las frustraciones del mundo, porque tu madre tiene hambre y yo también y como comunidad aspiramos a no salir de nuestros aposentos ignominiosos. Fritz! Fritz! Yo discrimino tu sida, yo discrimino tu sarcoma de kaposi que hierve en mi alma, que hierve en mi alma y aspira la cocaína del mundo. Y el tarareo de alphaville, el grupo musical de las esencias amistosas, cantaba a la faz de los poetas que pretender dominar su poética escribiendo “dominar mi poética” en un miserable papel con caca, papel con caca embetunado con recto raspando la hinchazón de las hemorroides.Su tórax se hinchaba mientras caminaba en esa desesperada. La pena de ese niño se sumergía en el agua de su mente como si quisiera morir convulso sin salirse de sus propios ojos. Él era su narrador contiguo, las fantásticas excavaciones de los obreros de la construcción impedían el buen redactamiento de su vida archivada, la baba amarilla inmediata al pan con queso de su intrínseca mañana, mañana sola, fría y oscura, cocían su cerebro perturbado por las inquietudes del suicidio, el suicidio como el dolor de la penetración a un travesti joven. Su travesti joven vendiéndose en las noches de plaza de armas.Y él volvía a ser el gato enroscado en sí mismo, ese gato era él mismo, como Judas colgándose en la madrugada, y las erupciones eran sus trancas, y las hormigas eran el futuro que avasallaba la sutil esperanza de un futuro bonito. Adivina. Las moscas eran ustedes, lectores pavorosos, la infecta experiencia de leer un bodrio mal escrito. Como el gato negro, enroscado en sí mismo, ya que las miradas al lado de los jóvenes universitarios eran analizadas por la profesora embarazada. La cual asilaba un ser engendrado por calenturas en baños de estadio. Pues la profesora acostumbraba a asistir sin calzones y con vestido apretado a los conciertos de música pop del estadio nacional, y allí dejaba que la penetraran los adolescentes de blue jeans apretados que, jadeando, sacaban sus penes blanquísimos y terminaban su castidad al ritmo fuerte de Joe Vasconcellos. Eran noches desenfrenadas para aquellos jóvenes bisexuales que en sus desenfrenadas noches de sexo besaban bocas con dientes de marfil resecos, como el hocico rascado del gato que enroscado en sí mismo dejaba entrar a su oído el caudal de hormigas negras. Yo miraba al gato negro y me enojaba por la maldad que Lucila, la hija de Doña Fresia, inculcaba a sus amigas. Era mala. Más mala que la maldad. Esa vez por primera vez me di cuenta de la sustancia extraña de la cual están hechos los pasteles Monte, y de la razón de por qué el Rudy me mandó a que le comprara el kilo de pan donde la Pía. Muy simple. Lucila había amordazado a su madre para que esta muriera de hambre y supiera el sufrimiento de su camaleón Calimandro luego de los rizos que fue a hacerse ella a la peluquería de la señora Iris. Donde le cortaron profesionalmente hablándole de su esposo caliente en casa de putas. Él ya no respondía en la cama porque su alcoholismo emputecía las cholas capacidades eróticas del subconsciente de quien portaba el número de la prostituta Kassandra en la billetera que la señora Iris hurgueteó por esas casualidades del destino. Y ya no se acostarían más, y si terminaban, de ahora en adelante se quedaría sola en tanto esculpía las patillas del pedazo de carne que oscilaba en su lengua, ese charqui saladísimo que le dieron en el campo. Porque las excrecencias de aquel gato negro ardían las furias de los hombres. Furias como preguntar por furiarrazabal a las chiquillas que conversaban como diciendo: véanos, somos amigas y nos besamos en las mejillas, y nos amamos mucho, y los hombres se calientan al vernos caminar. Somos mujeres y en nosotras escondemos los secretos de la regla. Reímos desde niñas cuando maduramos primero que los hombres. Y risueñas nos conversábamos las cosas de mujeres. Esas son cosas de mujeres. Vamos a conversar cosas de mujeres en días femeninos. Qué armonía de la vida: sangramos la misma sangre de Cristo, la misma sangre del gato negro enroscado en sí mismo.El camino se angostó hasta él mismo como su muerte.

Leonardo Murillo

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