Galleta
Ciertas galletas he escuchado en mi vida de poeta joven. Debo reconocer que algunas daban en el clavo y otras se escurrieron en la mirada de quien las pronunció, al igual que la transpiración en su sien y el silencio. Sin duda, este es un recurso muy útil para quienes desean ser oídos con atención en los ambientes de tertulia. No obstante, me declaro inocente si es que me dejé influenciar por las galletas que escuché a mis amigos, conocidos o el sujeto que teatralizó sus galletas con el fin de ser incluido en un círculo de poder. No tengo la culpa que una de esas galletas haya quedado dando vueltas en mi cabeza, fue la de un supuesto establecimiento de una voz en el poema. Claro, “la voz” que debemos identificar en el poema, para luego documentarla e inventariarla como una galleta más acerca de cómo escribe el poeta. Eso mismo. Muchas tuve que identificar y de paso valorar para un libro que hicimos hace poco con unos amigos. No me faltó la ocasión de mirar por la ventana de mi casa luego de analizar mi manera de escribir y compararla con las fuertes voces a las que me vi enfrentado durante la selección, voces cantantes y sonantes, como si escribieran con una molestia especial hacia algo que aún no logro definir. Me ocurrió una vez que en el brillo del sol a través esa ventana pude ver “la urgencia” de muchas voces en los poemas que escribo. En este sentido, y considerando los variados momentos en que he recibido palmadas en el hombro, junto a la galleta: “conforma una voz propia, busca tu propio camino en diálogo con la tradición”, es que creo necesario elaborar una galleta al respecto. Ser un poeta requiere una manera de desahogo ante el conflicto que hay entre uno y las cosas. Sin embargo, “Reiterar la poesía”-diciéndolo con la mano derecha en la cintura y en la izquierda una copa, me resulta francamente patético: gran galleta.
Los poetas que gritan en las lecturas son sujetos que tienen algo qué decir, pero sobrepasan el equilibrio recomendado para una buena lectura: si, te entiendo, quieres hacerte escuchar, pero olle (con unas palmadas en las mejillas) que hablen tus poemas po mijo. Hector Hernandez Montecinos en una plaquette que sacó hace poco, habla en unos de sus "ay de mí" algo acerca de eso. Es algo así como "Ay de mí, y esos que gritan porque quieren hacerse entender", algo así, algo así. Me acuerdo del primer "poquita fe" que se hizo hace algunos años en donde este compadre perpetró uno de estos pecaditos de poeta caprichoso, leer su poema en voz muy baja, para que el público reclamara. Yo creo que la tenía pensada. O sea, igual era una forma de reclamo contra los dinosaurios metaleros que leían sus poemas como si nosotros como público fueramos jugadores de futbol y ellos unos hinchas con hartos gramos de cocaina en la sangre. Se me viene a la mente una lectura de estos novísimos en la feria chilena del libro de no me acuerdo qué año: cuando le tocó el turno a Pablo Paredes, elevó su voz, pero en una medida aceptable; se condecía con la violencia del texto, y unas señoras se miraron a los ojos. yo creo que esperaban la nasalidad de un neruda.
En la casa tengo un cuaderno con hartas galletas qué decir. Yo quiero tener qué hablar cuando las personas se pongan a conversar después de una lectura. Tengo una preparada especialmente para cuando tenga que decir algo en un micrófono. Va ser muy buena: yo quiero que se rían mucho.
Leonardo Murillo
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